domingo, 19 de agosto de 2012

El fin de una clase



A propósito del estreno de Hara-Kiri: Muerte de un samurái, Jordi Costa dice con su habitual lucidez: “Esos samuráis despojados por el poder de su función social no son sólo los daños colaterales de un periodo concreto de la historia japonesa. En ellos se pueden reconocer todos los miembros de esa clase media global que ha entrado en fase de demolición”.

Los samuráis, la nobleza guerrera del antiguo Japón, se presentan como uno de los mayores iconos del país, sino el más grande. Pero la razón de ser de esta clase social, es decir la guerra, estuvo en suspenso durante más de trescientos años de paz.

Entre el establecimiento a principios del siglo XVII del shogunato Tokuwaga, que acabó con las sangrientas guerras entre clanes, y la traumática Restauración Meiji de mediados del XIX, la clase samurái, sin ninguna utilidad bélica, se convirtió en una especie de funcionariado del sistema feudal, burócratas armados con katanas que administraban las posesiones de su señor. Su orgullo de clase, basado en el código del guerrero o bushido, se convirtió en un problema para el resto de la población. Se pasean por la ciudad con ese aspecto amenazador y se van abriendo paso a empujones. Con su fuerza, reprimen a la gente y crean el desorden en la sociedad”, se quejaba de ellos el filósofo confuciano Ogyū Sorai. Después de que en 1855 Estados Unidos obligase a Japón a abrirse al mundo (tanto es así que llegaron hasta Pearl Harbor), los samuráis recuperaron su antigua función guerrera durante las románticas y civiles Guerras Boshin, dónde fueron masacrados por el moderno y occidental ejército del emperador. La clase samurái fue abolida para siempre. 

El género chanbara o cine de espadachines japonés tiene a su mayor exponente en el director Akira Kurosawa (descendiente de una familia samurái) y su mayor obra en su película Los siete Samuráis. Tal como cuenta el documental Great Performances: Kurosawa, mientras el director escribía el guión, aún sin saber por donde iba a ir la historia, se hizo la siguiente pregunta: “¿Cómo es el día a día de un samurái? Pues bien”, se respondió, “un samurái se despierta, se arregla el moño, sube al castillo a trabajar, comete un error y se suicida”. Los siete guerreros de la película, en realidad, son ronin (samuráis sin amo cuyo clan ha sido disuelto, bien por una derrota militar o porque su señor feudal se ha arruinado). Son contratados por unos pobres campesinos que quieren proteger a su pueblo de los continuos saqueos de unos bandidos.

El gran Kurosawa llena de amargura la figura del samurái, aunque también de dignidad y épica. Sus héroes viven al borde de la mendicidad y ayudan a los campesinos por comida. Sin embargo, son capaces de entregar su vida para proteger el pueblo de sus empleadores, aunque se lamentan de tener que matar a los bandidos, que son samuráis sin clan al que servir, como ellos mismos. Kurosawa volvió al género en varias ocasiones, pero abandonó para siempre su aspecto más marginal. O bien idealizó al samurái (Yojimbo, La fortaleza escondida) o lo usó para sus adaptaciones shakesperianas (Trono de Sangre y Ran). Fue el humanista Masaki Kobayashi quien recogió el relevo y se internó en los claroscuros del bushido. Sobretodo en Hara-Kiri.

Hara-Kiri: Muerte de un samurái es un remake de la cinta de Kobayashi. La historia parte de una práctica muy común tras las guerras entre clanes. Un ronin se presenta en un castillo e informa de que su clan ha sido derrotado. Pide humildemente al señor feudal que le permita cometer seppuku (un suicidio ritual) en el interior de sus honorables murallas. El señor se conmueve tanto de la conducta ejemplar del guerrero que le da unas monedas para aliviarle en su vergüenza. Por supuesto, usar un falso seppuku para estafar a un clan es un delito muy grave. En Hara-Kiri, los samuráis hartos de esta práctica tan indecente aceptan la petición de uno de estos embaucadores para dar un ejemplo a los demás. El infeliz que además ha vendido su espada para poder comer, es obligado a abrirse el estómago (porque de eso se trata el seppuku) con un trozo de madera. Poco después del suceso, aparece otro ronin con la misma petición y, pese a que le cuentan la historia de su predecesor, no consiguen disuadirle para que se vaya. Este samurái tiene otras razones para estar allí.

La versión de Takashi Miike peca de una estructura más desorganizada que el clásico de Kobayashi y el impacto del argumento, cuyos detalles se dosifican con torpeza, es mucho menor. Sin embargo, Miike si consigue mostrar con fiereza como aquellos que ocupan el poder institucional, temerosos de perder los privilegios que ostentan en su cargo, son capaces de cometer la mayor de las tropelías. Miike debutó en el chanbara bajo el mismo prisma hace dos años. En 13 Asesinos, un grupo de guerreros se enfrentan a todo el ejército de un gran señor, en realidad un hombre cruel y desalmado. Curiosamente mientras que Hara-Kiri tiene una espléndida primera parte, 13 Asesinos gana enteros en su último tramo. Como David Cronenberg, el normalmente poco convencional Miike ha sido muy criticado por sus propios seguidores por el maravilloso clasicismo de algunas de sus últimas obras. Para quién dude de su capacidad como narrador, decir que en 13 Asesinos consigue filmar una set piece bélica de más de 45 minutos sin que decaiga el ritmo.

Hara-Kiri y 13 Asesinos forman parte del resurgir del género samurái en estos últimos años. En 1999, Nagashi Oshima, director de la famosa el Imperio de los Sentidos, se atrevió a tratar el espinoso tema de la homosexualidad entre samuráis. En Gohatto, un joven espadachín lleva a la perdición, cual femme fatale, a varios compañeros de dojo. El incombustible, Takeshi Kitano resucitó al mítico samurái ciego Zatoichi, en una sangrienta cinta que aunaba western, comedia y un osado número musical que le valió el premio al mejor director en el Festival de Venecia. En la luminosa y sensible Hana, el laureado Koreeda dinamitó uno de los mayores pilares de la cultura samurái, la venganza; un espadachín mediocre al que han ordenado matar al hombre que acabó con su padre descubre la inutilidad de la represalia mientras vive en un pobre y colorido suburbio.

Todas estas películas son estupendas, pero enmudecen al lado de El Ocaso del Samurái. La película de Yoji Tamada inaugura una trilogía que cierran The Hidden Blade y Love & Honnor (dos cintas estimables, pero menos redondas). Seibei del Ocaso, es un samurái de la más baja condición, se encarga de hacer inventarios en el almacén del castillo. Viudo, con dos hijas y una madre senil, tiene que pluriemplearse haciendo jaulas para pájaros para mantener a su familia. Sus compañeros del almacén añaden a su nombre “del Ocaso”, porque se marcha siempre antes del atardecer y nunca quiere acompañarles cuando se van de geishas. Su precaria situación provoca que descuide su aspecto, algo que avergüenza a sus superiores y familiares. Al mismo tiempo que regresa un antiguo amor de juventud, Seibei es obligado por su clan a enfrentarse en duelo a un terrible samurái renegado.

El Ocaso del Samurái recoge el aura crepuscular del Eastwood de Sin Perdón y el melancólico romanticismo de Lo que queda del día, de James Ivory, donde otro sirviente, en este caso un mayordomo inglés, ve como se evapora la clase social a la que ha dedicado toda su vida. La película de Tamada es sobresaliente en la mayor parte del metraje, pero los últimos 30 minutos son absolutamente colosales. Una obra maestra de contención y progresión dramática que se cierra con un duelo a espada magistral. Una fabulosa historia de amor y dignidad. Todo en Tasagore Seibei funciona a la perfección, desde la cuidada ambientación y la fotografía hasta las maravillosas interpretaciones de Hiroyuki Senada y Rie Miyazawa, pasando por la banda sonora y unos soberbios efectos de sonido (el rechinar de las dos espadas chocando es terrorífico).

Queda para el recuerdo la frase con la que clarividente Zenemon Yogo (el maravilloso villano interpretado por Min Tanaka) describe la miseria de aquellos que están sometidos a los vaivenes de los poderosos: “Sé lo que se siente, uno abre el cajón del arroz y lo único que ve es el fondo”.