martes, 21 de agosto de 2012

Malagón (o la tragedia del Batavia*)



En 1629, no había manera de determinar la longitud y, en la ruta hacia Java, el capitán del barco decidía, a ojo de buen cubero, en que momento debía abandonar los poderosos vientos del oeste y virar hacia el norte. El patrón del Batavia se pasó de meridianos y su nave, la joya de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, acabó encallando en los arrecifes de las islas Hautman Abrolhos, a unos 80 kilómetros del continente australiano. Dentro viajaban trescientas personas, 180 consiguieron llegar a tierra.

Este tipo de accidentes eran muy habituales. En aquel muro de coral y peligrosos rompientes, llamado Terra Australis Incognita, desaparecían uno de cada cincuenta barcos que navegaban hacia Oriente (la cifra crecía en los viajes de vuelta). Lo que ocurrió a continuación de que el Batavia zozobrase es lo que marca la nota disonante.

Cuatro días después del naufragio, los oficiales cogieron a los más expertos marineros (y a la amante del patrón), y usando las dos únicas embarcaciones auxiliares se pusieron rumbo a Java en busca de ayuda. Partieron de noche y sin avisar al resto de supervivientes, que al despertarse vieron como la autoridad que debía velar por ellos, desaparecía tras el horizonte. Desesperados, se lanzaron a los brazos del peor hombre imaginable, Jeronimus Cornelisz, ex boticario, ayudante del sobrecargo y, como se supo más tarde, un fugitivo.

Durante los primeros días de su mandato, Cornelisz organizó la colonia, repartió tareas y administró con equidad y prudencia los escasos víveres que habían conseguido salvar de las bodegas del Batavia (también se hizo con las armas que había abordo). Además tomó una decisión que podría considerarse acertada: con la excusa de mejorar la calidad de vida de los náufragos y de explorar el lugar en busca de recursos naturales, dividió a los supervivientes en grupos y los envió, por medio de rudimentarias barcas hechas con los restos del navío, a diferentes islotes del archipiélago. Mientras tanto, Cornelisz, manipulador nato, había adoctrinado a una veintena de marineros y soldados para que le ayudasen en su verdadero plan. El boticario fugitivo quería apoderarse del hipotético barco que les rescatase. Para alcanzar su propósito, necesitaba la lealtad de toda la colonia y, por tanto, el número de supervivientes debía reducirse.

En los meses siguientes, Cornelisz hizo ejecutar a náufragos bajo falsas acusaciones de robar suministros y, al tener el control de los víveres y las embarcaciones, dejó morir de hambre a grupos enteros apartados en otras islas, incluidos niños y enfermos. Sus hombres enseguida se crecieron y violaron a las mujeres, reservando la más bella para su jefe, a la que convencieron para que consintiese. Irónicamente, como los grandes criminales de guerra del pasado siglo, Cornelisz nunca mató a nadie de forma directa. De hecho, la única vez que trató de asesinar a alguien (un bebé), fracaso lamentablemente (le envenenó hasta producirle un coma, siendo uno de sus acólitos quien terminó el trabajo). Si alentó, por ejemplo, que sus fieles obligaran a los náufragos a actuar de verdugos en algunas ejecuciones, bajo pena de ser ellos mismos los condenados. El artero Cornelisz pretendía así desdibujar la línea entre víctimas y cómplices.

Quiso la suerte que uno de los grupos desterrados acabase en una isla con agua potable y una especie de pequeños canguros cuya carne se podía comer. Cornelisz y sus hombres trataron de hacerse con la isla en varias ocasiones, siempre repelidos por los infelices allí abandonados (estos se defendían con con palos y piedras). El propio Cornelisz cayó prisionero en uno de estos ataques. En la última intentona para capturar la isla y rescatar a su sanguinario jefe, los hombres del boticario atacaron de forma más organizada usando dos mosquetes; pero, entonces, antes de que la tenaz resistencia cediese, apareció una vela en el horizonte.

El sobrecargo, tras una durísima travesía, había conseguido llegar a Java y regresaba con ayuda. Para cuando el oficial regresó seis meses después de su silenciosa marcha, su ayudante había acabado con dos tercios de los supervivientes del naufragio.

Cornelisz fue ahorcado allí mismo (antes le cortaron las manos); sus lugartenientes fueron ajusticiados junto a él; dos de sus hombres fueron abandonados en la costa de Australia (a su pesar se convirtieron en los primeros colonos europeos del continente); el resto de su sádica cuadrilla fue encadenada y conducida a Java con las 54 personas que habían sobrevivido a la masacre.

Los acontecimientos que rodearon el naufragio del Batavia bien pudieron inspirar al nóbel William Golding para el clásico El señor de las moscas. En su novela, los que naufragan en una isla desierta (en realidad se estrellan) son niños, son niños los que deben sobrevivir y crear una nueva sociedad y, por supuesto, son niños los que cometen las mayores vilezas. Su mejor versión cinematográfica es la de Peter Brook; la divertida parodia de Los Simpson también es recomendable.

El gran naufrago de la literatura es Robinson Crusoe. El héroe de Daniel Defoe no ha tenido mucha suerte en su paso a la gran pantalla. La versión más conocida es Naufrago, de Robert Zemeckis. En ella, Tom Hanks interpreta con su habitual maestría a un moderno Robinson. Aunque la mayor parte de su metraje corresponde a un anuncio de la mensajera FedEx, lo que queda de cine es bastante notable.

Si se habla de naufragios, a la fuerza hay que mencionar Titanic, de James Cameron. Curiosamente, el Batavia también se hundió en su viaje inaugural.
Sin embargo, el mayor y más grande naufragio (en lo audiovisual) de los últimos años es Lost, la serie de televisión en la que toda serie de televisión se quiere convertir. Hablar del fenómeno Perdidos daría para llenar Internet, de hecho, durante los años en los que se emitió, en la red no se hablaba de otra cosa. Mi personaje favorito, Desmond.


*Simon Leys, Los náufragos del “Batavia”. Anatomía de una masacre. Editorial Acantilado, Barcelona, 2011.