El mayor mérito de
Adolfo Suárez fue apadrinar la Constitución de 1978, la única en la larga lista de constituciones
españolas que nació del consenso de todas las fuerzas políticas.
Quizá su mayor error
fuera el querer ser un presidente democrático. De haberse retirado tras
reformar las leyes de una dictadura en la casilla de salida de una democracia,
Adolfo Suárez se hubiera librado de más de un disgusto. Pero el deseo de
conseguir mayor legitimidad que la otorgada por un solo hombre (el Rey),
conseguir el apoyo de todo un pueblo a través de las urnas, era demasiado
tentador para aquel gallito de provincias.
Quiso participar en el
juego democrático que había creado y terminó derrotado ante otros jugadores más
aventajados. Suárez nunca tuvo la habilidad de Felipe González, ni la técnica
de Alfonso Guerra, ni siquiera el aguante de Manuel Fraga. Perdió en su propio
campo, saboteado por su mismo equipo. Suárez fue capaz de sortear las
bayonetas, pero no pudo esquivar las cuchilladas.
Aunó el consenso entre
los extraños y perdió la confianza dentro de su partido. Alfonso Guerra, su
máximo aguijoneador, lo dejo bien claro durante la frustrada moción de censura
que presentó el PSOE. La mitad de los diputados de Unión de Centro Democrático
estaban con la Alianza Popular de Manuel Fraga y la otra mitad con los socialistas.
UCD no se rompió por las costuras, nunca las tuvo, el manto de Suárez tenía
demasiados agujeros.
Tras su dimisión (un
acto lúcido y generoso, impensable en la actualidad política), Adolfo Suárez
tuvo su último momento de gloria la tarde del 23 F. Cuando gritaron las
metralletas, se mantuvo firme, sentado en su sillón de Presidente (todavía lo
era en funciones). Estaba preparado para enfrentarse a personajes tan feroces
como Tejero, llevaba años durmiendo con una pistola guardaba en la mesilla de
noche, junto a su cama.
Esa es la imagen que ha
quedado grabada a fuego en la memoria colectiva del país. El de un
parlamentario al que ningún bárbaro iba a mover del sitio que se había ganado
en la historia.