jueves, 25 de octubre de 2012

Claves



La palabra clave proviene del latín clavis, que significa llave, instrumento que según la RAE “introducido en una cerradura, permite activar el mecanismo que la abre y la cierra”. Este preámbulo lingüístico, aparte de una pedantería, es una buena manera de explicar porque clave es el mejor adjetivo que se puede conceder a dos figuras políticas (y ya históricas) que han muerto este año: Manuel Fraga y Santiago Carrillo.

Con el paso de los años, los dos se han convertido en efigies que algunos veneran y otros quieren dinamitar. Para la derecha española Fraga fue un político de raza que evolucionó hacía los nuevos tiempos y para la izquierda Carrillo supone el artífice de la reconciliación. Pero si cambiamos las parejas, para la izquierda Fraga siempre será un ministro franquista y la derecha siempre describirá a Carrillo como un estalinista con demasiados esqueletos en el armario. Que cada cual elija a quien otorgar su simpatía y a quien su indiferencia.

La columnista Rosa Montero describió a Manuel Fraga como “el hombre que se comió a los caníbales”. Y es cierto que la figura más vigorosa de la derecha española supo encajar (a veces bocados) al reaccionariado anterior en el nuevo conservadurismo democrático. Santiago Carrillo, por otro lado, fue lo suficiente prudente al olvidar todos los agravios y desarrollar una actitud pragmática que no alentase la confrontación. En cuanto a su papel en la masacre de Paracuellos (donde grupos de izquierdas asesinaron masivamente a presos derechistas durante la Guerra Civil), lo cierto es que los que atacan a Carrillo con ese tema buscan más la descalificación política (o la absurda justificación de la sublevación militar) que la verdad histórica.

Las dos políticos coinciden, a parte de una longevidad pública envidiable, en algunas cosas. Ambos descubrieron en las elecciones de 1977 que España había rejuvenecido sin contar con ellos. Los dos fueron ninguneados por los votantes, que prefirieron a figuras menos nítidas (Adolfo Suárez y Felipe González). Los dos acabaron convertidos en figuras paternales que sus herederos ondeaban como banderas, restanto importancia a sus salidas de tono.

Carrillo y Fraga también tuvieron un comportamiento ejemplar la noche del 23-F. De sobra conocida es la imagen del maduro Santiago Carrillo, impasible ante el Guardia Civil que le ordena tirarse al suelo (las otras únicas personas que no se amilanaron al oír los disparos fueron Suárez, Gutiérrez Mellado y el valiente cámara de TVE). Menos famosa es la intentona de Manuel Fraga de amotinar a los diputados contra los golpistas tras catorce horas de secuestro, una anécdota entre la gesta y el esperpento (“Prefiero morir con honra que vivir en vilipendio”).

Aún así, la izquierda le costará explicar porque Carrillo tardó tanto en desmarcarse de la esfera soviética (en 1968, con la invasión de Checoslovaquia) y al Partido Popular no podrá reconocer, entre muchas otras cosas, el papel que tuvo Manuel Fraga desde su Galicia natal en el fortalecimiento del autonomismo, uno de los mayores dolores de cabeza que padece hoy en día la ejecutiva de Mariano Rajoy.

En estos tiempos oscuros, los políticos actuales que tanto veneran a uno y desprecian al otro parecen haber olvidado sus lecciones. Fraga como Carrillo estuvieron, más o menos, a la altura de los tiempos que les tocó vivir. Renunciaron a sus propias convicciones para conseguir algo que parece desterrado de la actualidad democrática, el pacto, y gracias a personas como ellos se pudo abrir, durante un periodo igual de resbaladizo que este, el complicado mecanismo de la democracia. 

El director Manuel Martín Cuenca les hizo protagonistas del estupendo documental Últimos Testigos.