lunes, 10 de septiembre de 2012

¿Quién robo pan en la casa de San Juan?



Agatha Christie introdujo el paradigma. A saber, un espacio limitado (como una mansión inglesa o el Oriente Express), un cadáver casi siempre distinguido y un grupo de personas relacionados con la víctima, todos con un motivo para el crimen. El detective, ya fuera un excéntrico belga o una anciana cotilla, debía resolver el rompecabezas.

El llamado whodunit (¿quién lo hizo?) es uno de los más queridos y repetidos subgéneros del relato policial. El detective puede ser un franciscano que busca un dogmático asesino en una abadía medieval o un niño mago que descubre secuaces de su archienemigo en su escuela de hechicería. El whodunit también ha sido muy criticado por los lugares comunes que frecuenta como la falsa pista, el personaje sorpresa o el que el a priori más cándido de los sospechosos sea finalmente el culpable (el mayordomo, por ejemplo).

El año pasado (viva la inmediatez) se estrenaron dos películas, basadas en sendos best seller, que siguen la estructura del “quién lo hizo”, Los hombres que no amaban a las mujeres y El Topo, ambas dirigidas por dos respetadísimos realizadores, David Fincher y Tomas Alfredson.

En la primera novela del malogrado Stieg Larson, un periodista en horas bajas y una justiciera informática de lo más antisocial deben resolver un crimen acaecido en los años 60 del que todos los miembros de una acaudalada familia son sospechosos. En El Topo, la gran obra de John LeCarré, el atípico espía George Smiley ha de volver de su retiro para desenmascarar a un infiltrado soviético en la cúpula de los servicios secretos británicos. Las adaptaciones cinematográficas de los dos libros obvian una parte importante de la trama: los sospechosos.

La película de Fincher apenas tantea a la sombría familia Vanger y sus más ocultos intereses; más bien se centra en la atípica personalidad de Lisbeth Salander, por otro lado el mejor acierto de la novela, y en la manera tan cool con la que Daniel Craig se quita las gafas. Alfredson, director de la maravillosa Déjame Entrar, se recrea en los ambientes turbios del espionaje y su cualidad irrespirable; pero apenas describe las motivaciones de los dirigentes del Circus, uno de ellos un traidor al servicio de la KGB, a los que no perfila como personajes sino como unos muebles más de su apática oficina. Estos problemas de guión producen que los únicos espectadores que pueden seguir el argumento de las dos películas son aquellos que hayan leído las novelas, aunque curiosamente ya conozcan el nombre de los culpables.

Lo mejor, la maravillosa caligrafía de David Fincher y las elegantes imágenes de Tomas Alfredson. Así como descubrir a Rooney Mara y disfrutar, una vez más, del gran Gary Oldman, que está igual de bien cuando se contiene como cuando se desata.