jueves, 6 de septiembre de 2012

Franco




En 1961, durante una cacería en los bosques de El Pardo, Francisco Franco sufrió un serio accidente. Su hija Carmen había introducido en la escopeta de su padre un cartucho de menor calibre. El proyectil quedó atascado, y olvidado, dentro del cañón. Cuando el generalísimo cargó un nuevo cartucho y apretó el gatillo, el arma estalló ocasionándole heridas en la mano y en la cara.

Carmen Franco, Nenuca, se convirtió así en la persona que estuvo más cerca de matar al dictador desde aquel lejano rifeño que le hirió en el bajo vientre en 1916. El resto de intentonas de acabar con Franco, aunque deliberadas, fueron menos eficaces. El accidente, cuyas aparatosas secuelas atenuó la propaganda oficial, produjo que el régimen franquista empezará a reflexionar sobre la muerte de su fundador y única razón de ser. Sobre todo entre los tecnócratas del Opus Dei, llamados a reemplazar a la vieja guardia falangista para modernizar (en lo posible) el país.

“Hay que ver lo que le cuesta parir a este hombre”, dijo Carrero Blanco sobre la legendaria lentitud con la que el generalísimo tomaba decisiones. Después del petardazo, Franco comenzó a preguntarse “por los misterios de la vida”. Sin embargo, a pesar de esta reflexión mística, no se apresuró demasiado en dejar atado y bien atado la continuidad de su obra. En 1969, sus cortes ratificaron la Ley de Sucesión en la persona de Juan Carlos de Borbón, que heredaría su lugar como Jefe de Estado, y no sería hasta 1973 cuando cediese la Presidencia del Gobierno a Carrero Blanco.

Durante los años de desarrollismo, la imagen que proyectaba el No-Do sobre la figura de Franco entró en su última etapa. Tras ser el líder de la cruzada de los años de autarquía y, ya en los cincuenta, el faro de occidente que vigilaba al enemigo comunista, el generalísimo se convirtió en el entrañable abuelo de España que inauguraba pantanos, cazaba en el monte y pescaba salmones.

Tiempo más tarde, Carrero Blanco acabaría en el patio de un colegio jesuita dentro de un coche carbonizado por ETA; los tecnócratas de la Obra serían los primeros en abandonar el búnker; y Juan Carlos, ya rey, propiciaría la llegada de la democracia.

En cuanto al Franco de ficción, lo cierto es que debe ser muy complicado interpretar a un personaje que aunque gordito y de baja estatura, voz atildada, mirada servil y carrillos blandengues, era respetado (por los suyos) y temido (por todos). Lo han intentado con desigual fortuna, por la parte seria, Juan Diego en Dragon Rapide y Manuel Alexandre en 20N: Los últimos días de Franco; y, por lo cómico, Juan Echanove en Madregilda y Ramón Fontserè en Buen viaje, excelencia. El chanante Carlos Areces lo hace muy bien (entre melindroso y glacial) en la fugaz aparición que tiene el personaje en Tarancón, el quinto mandamiento.