miércoles, 25 de julio de 2012

El látex lo cubre todo




Se entiende eufemismo como suavizar una opinión que dicha literalmente sonaría maleducada. La palabra controvertido/a es, por sí sola, un eufemismo. Controvertido es el adjetivo que más da lugar a opiniones contrapuestas y, es más, esta cualidad es su definición. El calificativo más benevolente que se puede adjudicar a cualquier actuación que se considere equivocada, o cuanto menos cuestionable, es al mismo tiempo la forma más indiferente de condenarla. Definir a algo o alguien de controvertido es, en sí mismo, una manera de disculpar aquello con lo que no se está de acuerdo.

En lo que va de año se han estrenado dos películas biográficas sobre sendos personajes históricos que generan todavía mucha controversia: J. Edgar y La Dama de Hierro. Ambas están primorosamente ambientadas en un pasado relativamente cercano y los principios y acciones de los dos personajes pueden extrapolarse a nuestro tiempo.

La primera, dirigida por Clint Eastwood, trata sobre el primer director del FBI, el maquiavélico John Edgar Hoover. Hoover pasa por ser uno de los funcionarios más longevos de la historia de los Estados Unidos. En un país acostumbrado a limitar los mandatos públicos, este hombre vio desfilar durante casi cuarenta años, desde el balcón de su oficina, a ocho presidentes americanos. Entre sus alabanzas se encuentra el hecho de ser el padre de la investigación criminal moderna. Su mayor crítica consiste en que uso todos los medios con los que contaba su poderosa oficina para espiar ilegalmente a todo el que consideraba un riesgo para la seguridad del país. Siendo Hoover un paranoico, el final de su lista de sospechosos es difícil de vislumbrar. A los ochos presidentes antes mencionados, hay que añadir en esa lista figuras tan dispares como Martin Luther King (al que no pudo amilanar) o John Lennon (?).

J. Edgar, retrata por medio de saltos en el tiempo, los primeros años de Hoover al mando de su bisoña oficina y la última etapa de su vida, temido por todos, pero también rodeado de amenazas. La más aterradora, la propia Historia a la que plantará cara escribiendo sus memorias, su versión de los hechos. La película está protagonizada con solvencia por Leonardo DiCaprio y Armie Hammer y su elemento más discutido son los litros de látex que se usaron para caracterizar a ambos actores en la vejez de sus personajes. Cabría pensar que no hay opción mejor que el oscurantismo que Eastwood imprime a sus imágenes para acercarse a un personaje con tantos claroscuros, pero su Hoover resulta demasiado difuso en los contrastes.

“Dama de hierro” fue el apodo cariñoso que otorgaron en el bloque soviético al primer dirigente occidental de sexo femenino, desde entonces a cualquier mujer que dirija un país la prensa la recubre de algún tipo de material de extrema dureza. Aparte de controvertida (y, ojo, carismática), el mejor adjetivo que se puede aplicar a Margaret Hilda Thatcher, nacida Roberts, es el de inamovible. Thatcher permaneció impávida en sus convicciones no sólo en sus relaciones con la Unión Soviética y el comunismo, sino también frente a la huelga de hambre a la que se sometieron Bobby Sands y otros presos norirlandeses para reclamar su estatus de presos políticos. Acabó ganando su pulso contra las huelgas sindicales y cimentó el exultante resurgimiento económico de la Gran Bretaña de los 80 sobre unos servicios públicos casi inexistentes (léase Historias de Londres, donde el periodista Enric González describe brillantemente el estado paupérrimo del hospital donde estuvo ingresada su esposa en aquellos años). Su afán por la desregulación de los mercados financieros junto con la privatización de empresas públicas, la han convertido en la santa patrona del movimiento neoconservador. Irónicamente, la conservadora Thatcher fue de los primeros políticos ingleses en apoyar la despenalización de la homosexualidad y la legitimidad del aborto.

La Dama de Hierro, el film, se sustenta ante todo y sobretodo en el magnífico trabajo de Meryl Streep, que le valió su tercer y, hasta ahora, último oscar. Es una película mucho más olvidable que la obra de Eastwood, aunque sigue una dinámica similar.

La mayoría de los biopics se estructuran de manera muy similar (ascenso, caída y resurgimiento del individuo a retratar) y siguen las pautas de toda narración, la transformación del personaje debido a los conflictos que debe superar. El interés que despierte la historia se basa en la empatía que genere en el público sus personajes y el viaje dramático que desarrollan. Se ha debatido mucho, y no vamos hacerlo aquí, sobre los mecanismos de la empatía (¿al final de El Octavo Pasajero realmente el público quiere que la teniente Ripley escape o lo cierto es que, en lo más profundo de su alma, prefiere que el alien la fecunde?). Dado que ambas películas son productos de Hollywood y por lo tanto tratan de llegar a la mayor audiencia posible, ¿cómo el público de tan amplio abanico puede identificarse con personajes reales de comportamientos tan extremos? La respuesta es sencilla, los ricos también lloran. Ambas películas utilizan las debilidades de ambos personajes para presentarlos más humanos.

Eastwood nos enseña un Hoover hitchcockiano, edípico, modestamente trasformista, que lucha empecinadamente contra su verdadera orientación sexual. Es en esta parte donde la película gana enteros y no en los enfrentamientos políticos o las pesquisas policiales que deberían marcar la historia. Los avances en criminología se limitan al caso Lindberg, obviando otros que definirían mucho mejor al personaje (¿dónde está su obstinada negación a la existencia de la mafia?, ¿y la caza de brujas?). Por otro lado, los problemas que tuvo que sortear Hoover para controlar a cualquier inquilino de La Casa Blanca, se reducen a los resúmenes que hace a su ayudante Clyde Tolson a la luz de las velas. Ahí es donde hay una buena película. Cuando el elegante Armie Hammer seduce al torturado Leonardo DiCaprio. Cuando Hoover atraído por Tolson trata de animarle a que se enrole en su Oficina. Cuando Tolson elige corbatas para Hoover. Cuando la madre de Hoover (magnífica Judi Dench) le advierte de los rumores que le rodean. Incluso cuando al final de la historia, cubiertos ya por esas máscaras chanantes, ambos hombres viven como un viejo matrimonio malavenido.

Y así, convirtiendo su biopic político en una extravagante historia de amor, un tira y afloja de pasiones reprimidas, Eastwood escamotea con maestría el retrato necesario de un personaje histórico y, de alguna manera, cubre sus acciones más discutibles bajo el morbo de su vida personal. Además, para lograr aún más la empatía del público, al final de la película compara a su protagonista con un personaje mucho más odioso: el malhablado Richard Nixon. Justo lo contrario que hizo Oliver Stone en su biopic presidencial, donde el controvertido era Nixon y el malo (malo) era Hoover, interpretado en aquella por Bob Hoskins, con un trabajo mucho más cruel y abiertamente homosexual que el realizado en esta por DiCaprio.

Phyllida Lloyd hace otro tanto en La Dama de Hierro. La película apenas raspa la trayectoria política de Margaret Thatcher, Se limita a mostrar el deterioro de una anciana aquejada de demencia senil. El bueno de Jim Broadbent repite el papel que le valió el oscar por Iris, el de marido segundón, pero bondadoso. La anciana Thatcher interactúa con su esposo muerto mientras vacía el armario que contiene sus trajes y zapatos. Mientras tanto, revive los ecos de su pasado tan deprisa que el espectador apenas tiene tiempo de formarse una opinión sobre su vida política. Su ferviente antisindicalismo se transforma en una sencilla oda al esfuerzo y la cultura del trabajo. El problema en Irlanda del Norte se reduce a Thatcher traumatizada tras el asesinato de un colaborador y, posteriormente, sobreviviendo a un atentado en Brigthon. Hay un paréntesis bélico con Thatcher rodeada de militares frente un enorme hundir la flota ambientado en las Islas Malvinas (curioso que el poderoso ejército de Su Majestad parezca temer a la pobre carne de cañón que envió la Junta Militar argentina a Port Stanley y necesiten del aliento de Thatcher para llevar a cabo la gesta).

La película si se detiene en ciertas notas más amables de su carrera, la de la mujer que se introduce en un mundo dominado por hombres; el orgullo de clase de la hija de un tendero frente a la elite de oxbridge a la que pertenecen sus compañeros de partido; o el alejamiento familiar que conlleva todo servicio público de gran altura. Matices que no producirían tanto desapego como ver a Meryl Streep impasible frente a la huelga de hambre de los presos del IRA, que apenas se menciona. El espectador solo ve a la anciana Thatcher pasear por los recovecos de su casa acompañada por su difunto esposo, una alucinación neblinosa que dota a la historia de una gran ternura al tiempo que aparta el foco de interés. Como la verdadera Thatcher, la película de Lloyd padece (aunque deliberadamente) una falta progresiva de memoria y lucidez.

Un personaje menos controvertido (de momento, la opinión generalizada todavía lo califica de monstruo) es Adolf Hitler. La película de Olivier Hirschbiegel, El Hundimiento, sigue siendo el acercamiento más brillante (y catártico) al personaje. Los últimos días de Hitler y el nazismo son descritos con una objetividad y verosimilitud encomiables. Al estrenarse la película, algunos círculos judíos criticaron la humanidad con la que se presenta al monstruo, pero lo cierto es que es uno de los mejores retratos sobre un personaje real que se hayan filmado. No solo muestra la mente desquiciada de Hitler (soberbio Bruno Ganz) y sus detalles personales más desconocidos (el parkinson y su vegetarianismo) sino lo más terrible y patético, la cualidad mesiánica que le otorgaban sus subalternos. El Hundimiento muestra el golpe que reciben todos esos alemanes al escuchar, por primera vez, los desvaríos del hombre al que han seguido a pies juntillas. Hay pegas, por supuesto. El respeto con el que el director trata el suicido de Hitler y Eva Braun, (tan solo se oye un disparo recorriendo los pasillos del búnker,  sus cadáveres siempre están fuera de campo o cubiertos con una manta). El mismo pudor se repite cuando aparta la cámara durante la muerte (similar) de Joseph y Magda Geobbles. Este ataque de vergüenza desaparece cuando se muestra en primer plano los suicidios de nazis menores casi desconocidos o, incluso, el horrible asesinato de los niños Goebbles a manos de su propia madre.

Volviendo a los protagonistas de este post, el problema que plantean J. Edgar y La Dama de Hierro es que se han convertido, y solo el cine puede conseguirlo, en los principales documentos sobre Edgar Hoover y Margaret Thatcher, y la visión dulcificada que dan de ambos puede generalizarse. Ambas obras siguen la misma hoja de ruta bajo la capa de látex. Se vuelcan más en los remordimientos de la vejez, que en aquellas decisiones que realmente marcaron la Historia.

El esquivo Hoover, a parte de la mencionada Nixon, también aparece, interpretado por Billy Coudrup (muy bien, por cierto), en Enemigos Públicos, el desfase digital de Michael Mann. Por otro lado, el thatcherismo puede respirarse en el mejor cine social británico, como Billy Elliot de Stephen Daldry, High Hopes de Mike Leigh, o Full Monty de Peter Cattaneo; y también está presente en los acercamientos más tensos al conflicto de Irlanda del Norte, como en Agenda Oculta de Ken Loach o Hunger de Steve McQueen.